martes, 29 de septiembre de 2009

UÑAS ROTAS

Esperé la quietud de la noche. Agazapado en la oscuridad incógnita y siniestra de la calle. Incrédulo y desconcertado desatinaba en el intento por tratar de ordenar las imágenes en mi cabeza adolorida. Burbujas de colores aturdiendo mis sentidos con su incesante concierto de blop dop. Los edificios invertidos. La luna rota. El cielo negro y sin estrellas. Lúgubre. Mi cuerpo tirado sobre la banqueta. La mejilla derecha batida en un charco acuoso y cálido. Mi nariz percibe la herrumbre de mi fracaso. Huelo la porquería del mundo. Me siento. Embarro mi espalda contra la pared. Un frío escrotal me sacude. El mundo se endereza recuperando la verticalidad. La calle desierta duerme plácidamente y los grillos sisean mis lamentos.
Todo estaba bien planeado. La calle. La esquina. El rincón. La noche. La víctima. Yo y el golpe. El golpe seco. Certero. Luego correr en busca de Laura. Abrazarla y mostrarle mi triunfo. Su deseo. La suerte escurre nuevamente del hueco de mis manos. Se retuerce mi estómago. La rutina, las deudas y los recibos borran la alegría de su cumpleaños. Habrá que empezar de nuevo. Una sonora carcajada abandonó el dolor. Las paredes solitarias rieron contagiadas. Erguí mi cuerpo de hojalata y caminé convencido que mañana lo lograría. Huyo de la traición de la noche. Abrazo a Laura. Siento la tibieza de sus pechos y me enredo a su ternura.

domingo, 27 de septiembre de 2009

LA TÍA CLEOFAS Y EL MAR

La tía Cleofas vivió toda la vida en San Juan de los Hervores y su gran ilusión fue conocer el mar. Después de la muerte de tío Nazario, un día tomó todo el dinerito ahorrado y empacó para hacer el viaje tan anhelado de su vida. Llegó a la playa de Miramar casi al amanecer y se fue directo a ver el agua que se tendía como una inmensa raya azul por todo el horizonte. Sus ojos comenzaron a llorar de la emoción y los cerró para escuchar el murmullo de aquella vastedad de agua que sólo oyó en un caracol que alguien le llevó para adornar la ventana de la cocina. En el palmar cantan las aves. El viento suave parece silbar. Después de unas horas de ver la intensidad azul de cielo y mar, sintió el estómago vacío. Caminó por la playa buscando un lugar donde comer, una fonda, un restaurante o algún estanquillo para adquirir aunque fuera una bolsa de papas fritas. Está cansada y siente que no debe ir sola. Pero no hay nadie que la acompañe. Entonces recuerda al tío Nazario, su esposo muerto, a quien le habría gustado vivir en este lugar iluminado por el sol. Por fin encuentra un lugar. Una casucha de madera junto al malecón. Alcanza la puerta después de subir tres escalones desvencijados. No hay clientes. Sólo está el dueño que luce una camiseta floreada y tiene un revólver en la cintura. La tía Cleofas lo mira desconfiada y luego de pagar sale asustada. Quiere regresar a su pacífico pueblo de San Juan de los Hervores. Este lugar no es seguro, piensa. Si la gente está armada, entonces no es de fiar. La reflexión le dio un vuelco. Hay que hacerle caso al corazón, pensó. Empacó y compró el boleto de regreso. No duró ni un día su visita al mar.

miércoles, 23 de septiembre de 2009

POR TU CULPA, MUJER, POR TU CULPA

Ayer hice el amor sin que estuvieras tú. No, miento, tuve una faena de perversión en la cama del cuarto 107 del Hotel Begonia con una mujer que tampoco eras tú. La encontré en la calle, caminaba desesperada y enojada por algo que me contó con lujo de detalle, pero no le puse atención, aunque sonreía con algunos desplantes fanfarrones de su femenina figura y contesté con incoherencias algunas preguntas que me hizo como queriendo reafirmar la actitud que tomó frente al estúpido de su novio a quien acababa de mandar al infierno por cabrón y machista. Engañarla con la mejor de sus amigas parecía ser el delito. Como si fuera la historia de una canción de Arjona o el más vil de los argumentos telenoveleros, decidió vengarse con el primero que se cruzara en su camino. Y ahí estaba Yo, esperando la luz del semáforo que está a la entrada de esa tienda extranjera que ha venido a hundir a los ya prehistóricos tendajos y estanquillos sepultados en la memoria de los cincuentones. Pensaba en los embates letales de la globalización cuando la silueta de Ivana cruzó a grandes zancadas las líneas amarillas de la zona peatonal. Unas piernas largas y firmes y una faldita próxima al vértice del vórtice que obliga a bisquear los ojos cuando un hombre ve esas dimensiones de mujer. De poco busto, pero suficiente para ser halagado por la degenerada lengua de caracol del más perverso habitante del planeta. Bien pudo haber sido el quinto elemento en la foto clásica de Los Beatles cruzando Abbey Road el 9 de agosto de 1969. Estas cosas no las dice la cordura, obviamente, las dicta un malévolo sentimiento de venganza, una fuerza letal que tiene su origen en las entrañas, malas por cierto, del que se quedó esperando que llegaras como todos los sábados de gloria sabiendo que la gloria eres tú. Esperé cuarenta minutos, te llamé y solo el eco de la operadora taladraba el tímpano de mi peluda oreja con su sonsonete: “el teléfono que usted marcó no está disponible…” y yo sudando porque la temperatura ambiente bastaba para evitar una liposucción urgente después de cinco décadas y ochenta y dos kilillos de sedentaria vida tragando chicharrones y tacos grasientos en las cuatro esquinas de esta ciudad. Sudado de los sobacos y del culo desistí de la espera cuando ya la guerra estaba declarada sordamente contra tu ausencia y falta de consideración. Mi peugeotito gris sin clima, todo cochino por la brisa de lodo que las desganadas lluvias de estos días generan en las calles, antes secas y polvosas, con su rítmico ronroneo porque los soportes del motor están sueltos y en la agencia valen un mundo de dinero que no tengo. A punto del colapso, la luz no cambia y la espera comienza a desatar los escasos lazos de cordura que me quedan. Entonces apareció el angelito de piernas largas y zapatos Andrea. Me volvió el alma al cuerpo y la testosterona agitó los pliegues inguinales todavía más sudados que las partes antes descritas. Ahí voy yo de lanzado aplastando intempestivo la única parte útil de mi carrito: el pito. Ivana se congela asustada. Me mira. Sonrío. Sonríe. Y la calabaza ni tacha tuvo. Toda la fuerza del lenguaje corporal en juego. Para mi suerte vino hasta la portezuela y antes de que la luz roja volviera a aparecer, ya estábamos cruzando la calle y entrando al más cercano de los refugios pecatoriales. ¿Cómo te llamas? Ivana. ¿Cómo te llamas tú? Gumersindo, pero puedes llamarme Gume. Quería escucharla en mis orejas igual que tú cuando me dices ¡ahí, Gume, ahí! Y después pasó todo eso que siempre sucede y se dice mientras te encaminas el deshuesadero de las tentaciones carnales. Ivana fue otro rollo, incomparable mujer. Y yo soñado con el regalito. Al salir ya estaba oscuro. Insistí en llevarla a su casa pero no aceptó. Prefirió que la dejara en la estación del Golfo. Todavía la admiré lascivo mientras subía las escaleras de la estación. Entonces quise llamarte nada más para confirmar que no deseabas contestarme aquella tarde que era tuya y que finalmente fue mía. Me llevé la mano a la cintura y… ¿cuál celular? Me asaltó una sospecha palpitante y en automático mi mano se dirigió vertiginosa hasta mi nalga derecha… ¿cuál cartera? Todavía más sudoroso, que un afiebrado enfermo de influenza porcina, detuve mi peugeotito bajo los arbolotes de Calzada y Álvaro Obregón a llorar mi noche triste. ¿Ves lo que ocasionan tus ausencias? Si tan sólo hubieras ido a nuestra cita.
Guillermo Berrones

miércoles, 16 de septiembre de 2009

HECES DEL INSOMNIO

Este libro en tus manos pierde su esencia de objeto. Bajo la verde claridad de tu mirada, las palabras mienten en la tersura de las páginas impresas. El papel retiene, aprisiona el dolor y la melancolía del aguador de fiestas, el bohemio que encontró un pretexto para aturdirte llenando de imágenes obtusas el silencio de tu mediatarde, del exilio voluntario que te impusiste en la azotea donde sólo se escucha el taladro de los pájaros carpinteros perforando los postes de luz. El autor escribió desde el silencio de un país lejano, bajo la medrosa llovizna de invierno o quizás en el esplendor tropical de la costa centroamericana y dictó la sentencia de tu destino. Pudiste haber tomado otro libro del estante. No deseabas leer. Si acaso, buscabas la textura de las hojas y el empastado firme que te permitiera ahuyentar la soledad. Y te topaste con palabras engarzadas que sedujeron tu atención. Palabras. Palabras. Palabras. Escaparon de una boca en el estupor afiebrado de un poeta y deliran ante ti en el machacoso ritmo de una gota que cae y se rompe. Astillas cristalinas de una metáfora que Dios dejó en el abandono y el diablo del poeta satiriza para vengarse del estúpido momento que padeces. No se hunde el barco de papel con el peso de un poema. Los adjetivos punzan en la chocantería asonante de un verso pareado. Huele a traición de merolico, de poeta puto en concurso de juegos florales. Flotan las eses del insomnio antes de asestar el intrépido tajo a tu razón vencida. Están heridos tus ojos. Se ha roto el dique de la mesura y mana la sangre desbordada de una lágrima que cae y se incrusta en las páginas impresas del poemario. Tiemblan tus manos y la voz del bardo te abandona también. No padezcas. Levántate y anda. Abre la ventana y deja entrar el viento.

martes, 8 de septiembre de 2009

LA CUERDA DE SI

Riquelme viaja en el vagón del metro de las nueve menos diez. Ya es tarde y con este retardo no alcanzará el premio de puntualidad del mes. Tiene sueño y bosteza desinhibidamente frente a la chica del pelo húmedo que acaba de maquillar su rostro viéndose en un espejito redondo. Está cansado porque lo desveló la música de un vecino que anoche celebró el cumpleaños de su mujer, acompañado de un par de amigos de su oficina, quienes asaron carne y cantaron Morenita mía, Lágrimas negras, Bésame mucho y otras melodías que ellos mismos llamaban de rondalla porque todos las podían cantar. El que tocaba la guitarra de pronto interrumpía las interpretaciones con el estribillo de una chusca canción del viejo Paulino: ¡se están robando el marrano! Lo que desataba el estruendo de sus carcajadas en todo el vecindario.
A la una de la mañana, Riquelme se convenció que la pachanga iba para rato. Una hora antes había apagado su pantalla de LCD, pero no podía dormir. Su mujer le dijo, como entre sueños, que cerrara la ventana y encendiera el minisplit. Cuando movía las cortinas para cerrar la ventana de su recámara en el segundo piso pudo ver la escena. El vecino estaba despatarrado en su mecedora de palmito hundido en un profundo sueño. Conservaba en la mano una cerveza oscura entre su muslo derecho y el borde de la codera de la mecedora de palmito. La borrachera de su esposa tenía tintes de una ebriedad desparpajada y seductora. Bailaba con el amigo del vecino mientras el segundo amigo, un guitarrero prieto y barrigón de uñas largas, tocaba Guantanamera. En el rincón del patio los rescoldos de las brasas se convertían en ceniza y un par de trozos de carne sobre la parrilla perecían carbonizados.
Cómo puede ser tan estúpido el vecino, se decía a sí mismo Riquelme, indignado por la escena. Pensó en llamarle por teléfono para despertarlo, prevenirlo de una vergüenza mayor que se gestaba en la traición de sus, dizque, amigos y en la evidente calentura de Esthela. Murmuró su nombre con rencor: Esthela, quién lo diría, tan seriecita enfermera del Seguro Social. Siempre limpia, de blanco desde los pies hasta la cofia se la veía saludar amable cada mañana que iba rumbo a la clínica Cuatro de Guadalupe; y mírala ahora, con esos “chores” tan ajustados bailando pegada al cuerpo de ese idiota infeliz que abusa de la confianza que la dio su amigo al invitarlo a celebrar el cumpleaños de su esposa. Le abrió la puerta de su casa y el tipo abre el corazón y la blusa de su esposa.
Bebieron toda la tarde y ahora Esthela se desnuda sensual y le muestra el trasero a su pareja de baile. El uniforme disimula muy bien los atributos de su vecina, pensó Riquelme desde su centro de observación. Mira nomás, se dijo a sí mismo relamiéndose con envidia y rencor. El músico canta: por esas calles de Tamalameque, dicen que sale una llorona loca… y Esthelita se retuerce para despojarse del “bra”. Hay risas, pero el vecino sigue hundido en la profundidad del sueño. Luego cae el short azul y mueve las caderas con el hilito amarillo de su tanga ahogado entre las nalgas, en cuyo borde superior, como queriendo evitar la asfixia, la etiqueta de aquella prenda es una banderilla al aire de libertad de su dueña. Riquelme está indignado, encabronado, se corrige a sí mismo, cómo es posible tanta sinvergüenzada de Esthelita, piensa, mientras experimenta una incómoda excitación en la entrepierna. Pero no despierta a su mujer para desquitarse. Sigue observando el cuadro, oculto de las miradas, para saber en qué acabará todo aquello. El vecino ahora evidentemente ronca, se alcanza a escuchar el ritmo de su garganta aprisionada entre el cuello y su clavícula. Babea y Riquelme le grita en su pensamiento ¡baboso! El guitarrista no para de tocar ni de beber. Ambienta. Ya se enojó mi mujer/ porque colgué la guitarra/ ayer se acostó muy brava/ porque yo no la tocaba… ¡Pling! Se ha roto la segunda cuerda. La cuerda de Si, en el momento en que Esthelita se recargaba en el lavadero de granito gris aplastada por el grandulón peludo, ya descamisado, que se aprestaba a despojar del último bridón que sostenía el decoro de la esposa del vecino, la tanga amarilla. La cuerda de Si detuvo la magia del ritual. Se congeló la escena. Los protagonistas volvieron la mirada a la ventana abierta de Riquelme, como si desde allá viniera la maldición que terminó con la pobre cuerda del guitarrero. Sintiéndose sorprendido, Riquelme dejó caer la cortina y se echó rápido en la cama, junto a su mujer. El guitarrero intentó torpemente reparar su instrumento, pero antes volvió a servirse una cerveza más. El vecino cambió de posición para seguir durmiendo. Y Esthelita, completamente encuerada, entró a su casa con el amigo de su esposo para acabar lo empezado, pero ya sin música de fondo. Esto ya no lo vio Riquelme, lo supuso, lo imaginó mientras abrazaba a su mujer. Ya eran las cuatro y media, apenas tenía una hora para dormir.
Guillermo Berrones

miércoles, 2 de septiembre de 2009

SONATA VOYEUR

La melancolía de un violín armoniza la pertinaz sonatina de la lluvia. Su música llega en oleadas que envuelven, desde la casa de ventanas oxidadas, y yo imagino que lo toca una mujer. Lo presiento mientras espero que vengas. Al poco rato llegas hasta esa esquina de la plaza solitaria donde hay una frontera de zarzos, crespones y bugambilias amarillas. Estacionas tu coche y vienes corriendo, mojada por la lluvia, hasta mi camioneta. Un riachuelo baja desde la montaña haciendo cauce junto a la banqueta. Sonoro y murmurante, completa la obertura. Es un paraje hermoso de noviembre. Termina la civilización y los álamos son un refugio temporal para las monarcas viajeras que se cuelgan de las ramas en racimos palpitantes. Alguna vez exploramos también ese bosquecillo de arbustos y nos desnudamos a la luz de una tarde otoñal. Y te regalé un guijarro de color ocre, como el enamorado que extiende las arras en las manos de la novia frente al altar. Hicimos el amor con la bestialidad primitiva del instinto y en el horizonte la ciudad guardaba el orden y el decoro de su tradición centenaria. Tus zapatos negros se mancharon de barro. Nos envolvió el aroma silvestre de la malva. Había un cielo gris y regresamos purificados a caminar por los senderos de esta misma plaza donde los pájaros hacen de la tarde una algarabía bizarra. Oscurece y nuevamente hacemos el amor sin importarnos los riesgos de este atrevimiento. Ahora bajo la sinfonía de la lluvia y un violín triste y melancólico. Los vidrios se opacaron con la tibieza del aliento y tú has quedado recostada, apacible y temblorosa, sobre mi hombro izquierdo. El violín sigue desgarrando notas y la lluvia le acompaña en su monótono contraste. Con el dorso de mi mano limpio el vaho. En la penumbra de la ventana oxidada que da frente a nosotros, la silueta de una mujer desnuda se mueve, cadenciosa y mansamente, mientras toca el violín.