miércoles, 14 de octubre de 2009

CEGADO POR LOS CELOS

No hay luz. La vida es un silencio ausente de colores. Los ciegos son seres incompletos, vetados en el reino de las formas y de las texturas, de lo lejano y de lo próximo mas no de los sentimientos ni de las emociones que se anidan y arraigan en el misterio de la oscuridad. Viven el claustro de la imaginación. Los beneficia el desamparo y el abandono y mueren lentamente desangrándose en gotas de piedad inmerecidas. Salen diariamente dando tumbos y tropezando con la clemencia de los despistados que creen tenerlo todo. Una mano, un hombro o la frialdad de un bastón metálico los guía. A veces la denigrante fidelidad de un perro conduce los destinos de estos sobrevivientes hijos de la noche.

Todos los días veo a uno en el camino a mi trabajo. En Lázaro Cárdenas, por el rumbo de Mederos, un hombre imponente camina entre las filas de coches que esperan el cambio de luz en el semáforo. No tiene ojos. Sus párpados son cortinas de acero encarnadas y pide monedas en un vaso de plástico que le obsequió el candidato a diputado federal del PAN en ese distrito. El sudor ha ido borrando poco a poco la propaganda del vaso y las monedas son escasas, como si también la suerte del candidato lo abandonara. Lo acompaña una chica joven y guapa. Nunca he sabido si los une parentesco alguno. Me impresiona su condición, su discapacidad, me asusta el vacío de su mirada y el terror se apodera de mí porque cada vez requiero una mayor graduación en los lentes que uso desde hace un par de años. El ciego toca con los nudillos la ventanilla de los coches. Ella sólo sonríe y sus ojos verdes se iluminan en el intercambio de miradas con los conductores. El ciego agradece y bendice la bondad del que comparte su salario. A veces se les escucha conversar mientras deambulan junto a los vehículos. Y su rutina es diaria, jornalera.

El viernes los vi de nuevo. Frente a la ventanilla del coche, que estaba adelante del mío, se detuvieron. Extendió el vaso y el conductor depositó unas monedas sin dejar de ver a la chica de los ojos verdes. Ella sonrió sin pronunciar palabra alguna. Tampoco el conductor dijo nada. Mediaba el silencio entre ambos. Con parsimonia dejaba caer una a una las monedas, alargando la oportunidad de ver a la chica. Todo fue tan intempestivo como un relámpago. El ciego lanzó el contenido del vaso en la cara del conductor y con la mano, que sostenía el hombro de la chica, la empujó. Ella cayó en el pavimento y el ciego arremetió con su bastón la ventana y el parabrisas del coche de aquel pobre infeliz que se atrevió a mirar de frente y sonreír a la chica de los ojos verdes que lo acompañaba. Para fortuna del conductor cambió la luz del semáforo y todos arrancamos evadiendo los golpes que el ciego seguía dando al aire, chillando como desesperado un rosario de maldiciones e insultos. Por el retrovisor alcancé a ver a la chica que se reincorporaba y trataba de calmar los celos desbordados nacidos de la ceguera de su pareja.

Guillermo Berrones

martes, 6 de octubre de 2009

TIRO DE GRACIA

Tengo en la mano diez monedas que parecen de oro. Son de oro. Nunca en mi vida las había visto pero brillan como el resplandor de la corona del santísimo. Las colocó en mi palma el hombre viejo que está tirado a la vuelta de la iglesia. Descendió de un coche negro hoy por la mañana y lo mataron antes de subir nuevamente a su automóvil. Vino hasta mí con paso lento pero seguro, se lo veía contento, agradecido con la vida. Como suelen ser agradecidos quienes tienen esos coches de vidrios oscuros que no parecen tener conductor, como si se manejaran solos. Vestía un traje elegante y en la pulcritud de su cuello blanco desbordaban los pliegues de una piel abatida por la edad. Pensé que entraría a rezar. Muchas personas como él suelen hacerlo a esta hora en que no hay misa ni rosario y la iglesia se convierte en un auténtico lugar sagrado. Los atrae el silencio murmurante de las velas encendidas y la soledad de las imágenes abandonadas a su suerte. No me dijo nada. Yo acababa de sentarme en cuclillas después de estar un par de horas parado y el hueco de mi cachucha estaba vacío como mi estómago. Sentía hambre. Son tiempos malos. La caridad ha perdido su estado de gracia dejando de ser una virtud divina y los pordioseros, como yo, quedamos a expensas de la escasa fe que se desmorona en nuestros corazones de pedigüeños. Aquel hombre me entregó las diez monedas con una sonrisa tímida sin pronunciar una sola palabra. Se dio la media vuelta y al bajar los tres escalones que dan a la banqueta y a tres pasos de alcanzar su coche, se desataron truenos como si fuera a llover. El hombre se desplomó. Tenía muchos agujeros en su traje y el cuello blanco se empapó de rojo. Temblaba él. Temblaba yo, que no entendí lo que pasaba. Vino un hombre joven, rapado, y le dio el último disparo. El tiro de gracia. Apuntó con su pistola y del cañón salió una llamita entre roja y amarilla que desgajó la frente del que acababa de hacer una buena acción conmigo. Luego subió corriendo a una camioneta y se fue con otros que desde ahí habían disparado también. Yo ya no podía levantarme. Estaba entumido por el miedo. Agarré fuerte estas monedas que ahora brillan en mi mano y me vina a la fuente. Allí se quedó la gente arremolinada y los policías y el padre Eduardo que salió también asustado.
Guillermo Berrones

LA PUERTA

La línea dominante de su mirada te obliga a esconderte entre las barras verticales de la estadística del mes que debes entregar mañana. Entonces te llama y te pide que por favor apagues uno de los focos del pasillo y que no olvides cerrar la llave del tinaco. El sermón del ahorro de energía eléctrica le brota hostil de entre sus dientes postizos. Vuelves a tus hojas llenas de parábolas y campanas de Gauss. La ves pasar a tu lado arrastrando sus años perpetuos. El tiempo se le quedó encorvado en su espalda. El hedor del baño traga su figura bestial a donde entra sin dejar de rumiar. Regresa triunfante cargando una bacinica esmaltada con el sarro amarillento y viejo de la orina.

Se despide amenazadoramente con un hasta mañana y sonríe burlona con la certeza de que al amanecer seguir viva para fastidiarte. El tormento continuará. Dormir es sólo una tregua nocturna que se ha de romper con el nuevo día. Mañana continuarás jugando el papel que te corresponde. Te llega el sonido de la lluvia de orines sobre la “nica”. El olor enciende los recuerdos escondidos de tu infancia cuando la veías bañarse.

Se encierra en la fortaleza de su recámara y el silencio se vuelve tu acompañante. Te sientes tentado a volver al ritual de tus noches secretas. La cerradura se transforma en cíclope voyeur. Te perturba y te angustia y eso te brinda más placer. La desnudez anciana y pellejuda se abre a tu confianza. San Judas Tadeo es lapidado por el privilegio de un par de pechos despuntados y señalando al suelo.

Un monólogo susurrante pide y agradece al mismo tiempo. Pactan para un nuevo día y San Judas vuelve a colgarse, después de un beso, en el clavo de la pared que da hacia el norte. Los gatos han iniciado sus cochinos juegos en las bardas y en la azotea. Te llegan sus lamentos pasionales. Vuelves a estremecerte. El ojo sigue lacerando la chapa en busca de un ángulo con una mejor imagen. Tus piernas flaquean al llegar al origen de la vida donde convergen los pilares avejentados y la selva de su pubis se vuelve como el color de los chopos en invierno. El telón que cierra la escena es una bata de bolitas negras cubriendo su cuerpo. La luz se apaga. Concluye la puesta de un acto hecha especialmente para ti.

Los destellos bañan tu mirada y regresas campante a la estadística. El cristal de la mesa te refleja como espejo. Tú eres ella a su imagen y semejanza. La odias de día y la amas de noche. Nadas en la dualidad perversa de tu propio juego. Está ahí, en su recámara, aguardando a que amanezca para dominarte de nuevo.

La amas y la odias. Tras la puerta la miras en su hermosa vejez. Te pertenece aunque San Judas se interponga noche a noche. Te asustas y corres al lavabo para enjuagar el pecado de tu cara. El espejo repite las imágenes ahora bañadas en llanto, ahora bañadas en sangre. Sangre que emana de una mirada vacía. De unas cuencas convertidas en fuente de lágrimas rojas.