sábado, 11 de julio de 2009

DRAGÓN DE KOMODO

Ya no me pertenece esa lata de sardinas. Ni siquiera recuerdo si era mía, la robé o un buen samaritano, que descubrió en mis ojos la hambruna empedernida, me la entregó para saciar el apetito acumulado en la romería de los apátridas urbanos. Había ahí, también, una sirena entomatada. Lo pensé dos veces antes de engullirla. El hambre es capaz de volverte criminal. Pero yo no la maté. Ya estaba allí. Entera. Pequeña. Pero entera, acomodada entre dos lánguidas sardinas plateadas. Cerré los ojos y con la punta de los dedos la alce frente a mi boca para dejarla caer en mis fauces de dragón de Komodo. No la mastiqué para evitar lastimarla. La tragué como el pecador que comulga en domingo de pascua. Solo ha quedado el olor acre en el desconsuelo de la tapa enrollada y en las comisuras de mis labios. Las moscas rondan la tristeza de un pedazo de esqueleto abandonado. Comí hasta el hartazgo y un eructo sonoro me denuncia.

Guillermo Berrones