A veces se pierde la fe y un arrebato de locura nos obliga a desconectar todo vínculo con la naturaleza de origen. La inmolación adquiere, entonces, sentido de purificación. OREJAS DE BURRO tuvo una época, un ciclo y un amor interrumpido a la palabra. Hoy renace, en la terquedad, el sueño y la esperanza, gracias a la flaca voluntad de una razón en la conciencia, que salva a las OREJAS del naufragio.
domingo, 29 de noviembre de 2009
ALARDE DE MEDIO SIGLO
y el aroma encendido de la parra
en la débil esperanza de un sol otoñal.
Disecó el torso helado de febrero,
cuatro días después de haber nacido, y parte en silencio,
como todas las amantes, antes de que termine el día.
Borró el destino inscrito
en la palma de mi mano
y el estigma de su inocencia es una maldita sumisión.
Inscribió su nombre en la última línea de su siglo,
cuando yo redactaba el epitafio
de un gallo de fuego moribundo.
Mi amante es la edad abandonada en el espejo
y el sino del desconcierto en los años
que todavía no llegan.
sábado, 21 de noviembre de 2009
ACCIDENTE
tenía en el rostro la huella de los años
y una llanta atorada en la cintura.
"M" ANTES DE "P"
la impotencia es la campeona
del humor y la desgracia.
CAÍDA LIBRE
vencida por los sueños
resquebrajados de noviembre,
cuando todo parece tristemente gris.
VACÍO
Vio al suicidio tejiendo
una red de mosaicos en la explanada
y se echó en sus brazos.
miércoles, 14 de octubre de 2009
CEGADO POR LOS CELOS
No hay luz. La vida es un silencio ausente de colores. Los ciegos son seres incompletos, vetados en el reino de las formas y de las texturas, de lo lejano y de lo próximo mas no de los sentimientos ni de las emociones que se anidan y arraigan en el misterio de la oscuridad. Viven el claustro de la imaginación. Los beneficia el desamparo y el abandono y mueren lentamente desangrándose en gotas de piedad inmerecidas. Salen diariamente dando tumbos y tropezando con la clemencia de los despistados que creen tenerlo todo. Una mano, un hombro o la frialdad de un bastón metálico los guía. A veces la denigrante fidelidad de un perro conduce los destinos de estos sobrevivientes hijos de la noche.
Todos los días veo a uno en el camino a mi trabajo. En Lázaro Cárdenas, por el rumbo de Mederos, un hombre imponente camina entre las filas de coches que esperan el cambio de luz en el semáforo. No tiene ojos. Sus párpados son cortinas de acero encarnadas y pide monedas en un vaso de plástico que le obsequió el candidato a diputado federal del PAN en ese distrito. El sudor ha ido borrando poco a poco la propaganda del vaso y las monedas son escasas, como si también la suerte del candidato lo abandonara. Lo acompaña una chica joven y guapa. Nunca he sabido si los une parentesco alguno. Me impresiona su condición, su discapacidad, me asusta el vacío de su mirada y el terror se apodera de mí porque cada vez requiero una mayor graduación en los lentes que uso desde hace un par de años. El ciego toca con los nudillos la ventanilla de los coches. Ella sólo sonríe y sus ojos verdes se iluminan en el intercambio de miradas con los conductores. El ciego agradece y bendice la bondad del que comparte su salario. A veces se les escucha conversar mientras deambulan junto a los vehículos. Y su rutina es diaria, jornalera.
El viernes los vi de nuevo. Frente a la ventanilla del coche, que estaba adelante del mío, se detuvieron. Extendió el vaso y el conductor depositó unas monedas sin dejar de ver a la chica de los ojos verdes. Ella sonrió sin pronunciar palabra alguna. Tampoco el conductor dijo nada. Mediaba el silencio entre ambos. Con parsimonia dejaba caer una a una las monedas, alargando la oportunidad de ver a la chica. Todo fue tan intempestivo como un relámpago. El ciego lanzó el contenido del vaso en la cara del conductor y con la mano, que sostenía el hombro de la chica, la empujó. Ella cayó en el pavimento y el ciego arremetió con su bastón la ventana y el parabrisas del coche de aquel pobre infeliz que se atrevió a mirar de frente y sonreír a la chica de los ojos verdes que lo acompañaba. Para fortuna del conductor cambió la luz del semáforo y todos arrancamos evadiendo los golpes que el ciego seguía dando al aire, chillando como desesperado un rosario de maldiciones e insultos. Por el retrovisor alcancé a ver a la chica que se reincorporaba y trataba de calmar los celos desbordados nacidos de la ceguera de su pareja.
Guillermo Berrones
martes, 6 de octubre de 2009
TIRO DE GRACIA
LA PUERTA
La línea dominante de su mirada te obliga a esconderte entre las barras verticales de la estadística del mes que debes entregar mañana. Entonces te llama y te pide que por favor apagues uno de los focos del pasillo y que no olvides cerrar la llave del tinaco. El sermón del ahorro de energía eléctrica le brota hostil de entre sus dientes postizos. Vuelves a tus hojas llenas de parábolas y campanas de Gauss. La ves pasar a tu lado arrastrando sus años perpetuos. El tiempo se le quedó encorvado en su espalda. El hedor del baño traga su figura bestial a donde entra sin dejar de rumiar. Regresa triunfante cargando una bacinica esmaltada con el sarro amarillento y viejo de la orina.
Se despide amenazadoramente con un hasta mañana y sonríe burlona con la certeza de que al amanecer seguir viva para fastidiarte. El tormento continuará. Dormir es sólo una tregua nocturna que se ha de romper con el nuevo día. Mañana continuarás jugando el papel que te corresponde. Te llega el sonido de la lluvia de orines sobre la “nica”. El olor enciende los recuerdos escondidos de tu infancia cuando la veías bañarse.
Se encierra en la fortaleza de su recámara y el silencio se vuelve tu acompañante. Te sientes tentado a volver al ritual de tus noches secretas. La cerradura se transforma en cíclope voyeur. Te perturba y te angustia y eso te brinda más placer. La desnudez anciana y pellejuda se abre a tu confianza. San Judas Tadeo es lapidado por el privilegio de un par de pechos despuntados y señalando al suelo.
Un monólogo susurrante pide y agradece al mismo tiempo. Pactan para un nuevo día y San Judas vuelve a colgarse, después de un beso, en el clavo de la pared que da hacia el norte. Los gatos han iniciado sus cochinos juegos en las bardas y en la azotea. Te llegan sus lamentos pasionales. Vuelves a estremecerte. El ojo sigue lacerando la chapa en busca de un ángulo con una mejor imagen. Tus piernas flaquean al llegar al origen de la vida donde convergen los pilares avejentados y la selva de su pubis se vuelve como el color de los chopos en invierno. El telón que cierra la escena es una bata de bolitas negras cubriendo su cuerpo. La luz se apaga. Concluye la puesta de un acto hecha especialmente para ti.
Los destellos bañan tu mirada y regresas campante a la estadística. El cristal de la mesa te refleja como espejo. Tú eres ella a su imagen y semejanza. La odias de día y la amas de noche. Nadas en la dualidad perversa de tu propio juego. Está ahí, en su recámara, aguardando a que amanezca para dominarte de nuevo.
La amas y la odias. Tras la puerta la miras en su hermosa vejez. Te pertenece aunque San Judas se interponga noche a noche. Te asustas y corres al lavabo para enjuagar el pecado de tu cara. El espejo repite las imágenes ahora bañadas en llanto, ahora bañadas en sangre. Sangre que emana de una mirada vacía. De unas cuencas convertidas en fuente de lágrimas rojas.
martes, 29 de septiembre de 2009
UÑAS ROTAS
Todo estaba bien planeado. La calle. La esquina. El rincón. La noche. La víctima. Yo y el golpe. El golpe seco. Certero. Luego correr en busca de Laura. Abrazarla y mostrarle mi triunfo. Su deseo. La suerte escurre nuevamente del hueco de mis manos. Se retuerce mi estómago. La rutina, las deudas y los recibos borran la alegría de su cumpleaños. Habrá que empezar de nuevo. Una sonora carcajada abandonó el dolor. Las paredes solitarias rieron contagiadas. Erguí mi cuerpo de hojalata y caminé convencido que mañana lo lograría. Huyo de la traición de la noche. Abrazo a Laura. Siento la tibieza de sus pechos y me enredo a su ternura.
domingo, 27 de septiembre de 2009
LA TÍA CLEOFAS Y EL MAR
miércoles, 23 de septiembre de 2009
POR TU CULPA, MUJER, POR TU CULPA
miércoles, 16 de septiembre de 2009
HECES DEL INSOMNIO
martes, 8 de septiembre de 2009
LA CUERDA DE SI
A la una de la mañana, Riquelme se convenció que la pachanga iba para rato. Una hora antes había apagado su pantalla de LCD, pero no podía dormir. Su mujer le dijo, como entre sueños, que cerrara la ventana y encendiera el minisplit. Cuando movía las cortinas para cerrar la ventana de su recámara en el segundo piso pudo ver la escena. El vecino estaba despatarrado en su mecedora de palmito hundido en un profundo sueño. Conservaba en la mano una cerveza oscura entre su muslo derecho y el borde de la codera de la mecedora de palmito. La borrachera de su esposa tenía tintes de una ebriedad desparpajada y seductora. Bailaba con el amigo del vecino mientras el segundo amigo, un guitarrero prieto y barrigón de uñas largas, tocaba Guantanamera. En el rincón del patio los rescoldos de las brasas se convertían en ceniza y un par de trozos de carne sobre la parrilla perecían carbonizados.
Cómo puede ser tan estúpido el vecino, se decía a sí mismo Riquelme, indignado por la escena. Pensó en llamarle por teléfono para despertarlo, prevenirlo de una vergüenza mayor que se gestaba en la traición de sus, dizque, amigos y en la evidente calentura de Esthela. Murmuró su nombre con rencor: Esthela, quién lo diría, tan seriecita enfermera del Seguro Social. Siempre limpia, de blanco desde los pies hasta la cofia se la veía saludar amable cada mañana que iba rumbo a la clínica Cuatro de Guadalupe; y mírala ahora, con esos “chores” tan ajustados bailando pegada al cuerpo de ese idiota infeliz que abusa de la confianza que la dio su amigo al invitarlo a celebrar el cumpleaños de su esposa. Le abrió la puerta de su casa y el tipo abre el corazón y la blusa de su esposa.
Bebieron toda la tarde y ahora Esthela se desnuda sensual y le muestra el trasero a su pareja de baile. El uniforme disimula muy bien los atributos de su vecina, pensó Riquelme desde su centro de observación. Mira nomás, se dijo a sí mismo relamiéndose con envidia y rencor. El músico canta: por esas calles de Tamalameque, dicen que sale una llorona loca… y Esthelita se retuerce para despojarse del “bra”. Hay risas, pero el vecino sigue hundido en la profundidad del sueño. Luego cae el short azul y mueve las caderas con el hilito amarillo de su tanga ahogado entre las nalgas, en cuyo borde superior, como queriendo evitar la asfixia, la etiqueta de aquella prenda es una banderilla al aire de libertad de su dueña. Riquelme está indignado, encabronado, se corrige a sí mismo, cómo es posible tanta sinvergüenzada de Esthelita, piensa, mientras experimenta una incómoda excitación en la entrepierna. Pero no despierta a su mujer para desquitarse. Sigue observando el cuadro, oculto de las miradas, para saber en qué acabará todo aquello. El vecino ahora evidentemente ronca, se alcanza a escuchar el ritmo de su garganta aprisionada entre el cuello y su clavícula. Babea y Riquelme le grita en su pensamiento ¡baboso! El guitarrista no para de tocar ni de beber. Ambienta. Ya se enojó mi mujer/ porque colgué la guitarra/ ayer se acostó muy brava/ porque yo no la tocaba… ¡Pling! Se ha roto la segunda cuerda. La cuerda de Si, en el momento en que Esthelita se recargaba en el lavadero de granito gris aplastada por el grandulón peludo, ya descamisado, que se aprestaba a despojar del último bridón que sostenía el decoro de la esposa del vecino, la tanga amarilla. La cuerda de Si detuvo la magia del ritual. Se congeló la escena. Los protagonistas volvieron la mirada a la ventana abierta de Riquelme, como si desde allá viniera la maldición que terminó con la pobre cuerda del guitarrero. Sintiéndose sorprendido, Riquelme dejó caer la cortina y se echó rápido en la cama, junto a su mujer. El guitarrero intentó torpemente reparar su instrumento, pero antes volvió a servirse una cerveza más. El vecino cambió de posición para seguir durmiendo. Y Esthelita, completamente encuerada, entró a su casa con el amigo de su esposo para acabar lo empezado, pero ya sin música de fondo. Esto ya no lo vio Riquelme, lo supuso, lo imaginó mientras abrazaba a su mujer. Ya eran las cuatro y media, apenas tenía una hora para dormir.
Guillermo Berrones
miércoles, 2 de septiembre de 2009
SONATA VOYEUR
sábado, 29 de agosto de 2009
PERLA
Perla entra al “Mesón de la abundancia” y nadie la molesta. Una canasta con membrillos seduce su mirada y va hasta ella para tomar uno y sale corriendo. Los comensales sonríen. Cruza la calle empedrada que huele a lluvia y se detiene frente a un letrero donde se anuncian “micheladas” y “cheladas” bien frías. Recorre el diseño de las letras con sus dedos morenos. Ha salido de nuevo el sol y su vestido largo es un destello de alegría. La sigo con la mirada y ella sabe que la veo. Sonríe. Sus ojos revelan una inocente picardía y vuelve a correr hasta llegar a “La esquina chata” de donde más tarde sale con una rebanada de tarta italiana. Vuelve hacia mí sonriente y entonces apunto el lente de mi cámara para tomarla. Ágilmente salta y se esconde en la tienda de abarrotes. Sale de nuevo, se acomoda su paliacate amarillo en la cabeza y yo apunto a mi objetivo, que ya para entonces me ha cautivado su traviesa figura. Da un giro intempestivo cuando disparo y la imagen es un manchón de colores en movimiento. Pero sigue corriendo hacia mí burlándose pícaramente y a cada flashazo evade con gracia mis intentos. Entonces le suplico: “déjame robarte una foto”. Ella se planta frente a mí y me dice: “bueno, pero si me das cinco pesos”. Acepté el trato y entonces se quedó quieta y sonriente. No fue una, fueron diez tomas que aceptó de buena gana. Y no fueron cinco pesos, fueron veinte y una memorable conversación con Perla, hija de huicholes artesanos que decidieron establecerse en Real de catorce para que pueda ir a la escuela porque en su comunidad indígena (en la sierra de Nayarit) las escuelas quedan muy lejos, a más de tres horas de camino, y no siempre van los maestros, dice su padre, quien se llama Marciano. Su madre vende pulseras, collares, gargantillas y figuras multicolores de gran trabajo artesanal sobre una mesita en contraesquina del “Mesón de la abundancia”. A esta altura de las montañas del altiplano potosino, el desierto no ofrece muchas opciones. El sol dora la piel y el cielo es tan azul bajo el amparo de San Francisco de Asís. En este ambiente Perla experimentará su primer año escolar. Ojalá esa chiquilla no pierda el encanto de su naturaleza indígena ni su lengua.
ÁNGELA ASUNCIÓN
martes, 4 de agosto de 2009
ALMA
En el portón desvencijado de un taller automotriz, me lancé sobre ella con la sagacidad de un felino atrapando a su presa. Apreté el cuello y le tapé la boca con mi mano derecha. Al cabo de un minuto sentí el peso muerto de su cuerpo. La arrastré hacia el interior y en el asiento trasero de un Falcon 69 comencé a desvestirla. Respiraba bajito, como retomando vida. Até sus extremidades y amordacé su boca, pero ella seguía acalambrada por el terror y el frío. Tenía la mirada triste y moribunda. Mi navaja trazó una línea recta desde el cuello hasta el nacimiento de su sexo. La sangre olía a fierro oxidado y brillaba sobre la blanca piel de aquella mujer en la que esperaba resolver un misterio divino. Estuve atento y no logré ver que escapara nada, sólo sangre y un hedor insoportable. Busqué. Removí sus órganos palpitantes. Sentí el último latido de su corazón y descubrí su falsedad, Padre Gómez; no es cierto lo que nos dice en el seminario. Ya basta de mentiras piadosas y de tanto sermón alucinante. Los humanos no tenemos alma, sólo sangre y un estúpido corazón que apesta.
sábado, 11 de julio de 2009
DRAGÓN DE KOMODO
Ya no me pertenece esa lata de sardinas. Ni siquiera recuerdo si era mía, la robé o un buen samaritano, que descubrió en mis ojos la hambruna empedernida, me la entregó para saciar el apetito acumulado en la romería de los apátridas urbanos. Había ahí, también, una sirena entomatada. Lo pensé dos veces antes de engullirla. El hambre es capaz de volverte criminal. Pero yo no la maté. Ya estaba allí. Entera. Pequeña. Pero entera, acomodada entre dos lánguidas sardinas plateadas. Cerré los ojos y con la punta de los dedos la alce frente a mi boca para dejarla caer en mis fauces de dragón de Komodo. No la mastiqué para evitar lastimarla. La tragué como el pecador que comulga en domingo de pascua. Solo ha quedado el olor acre en el desconsuelo de la tapa enrollada y en las comisuras de mis labios. Las moscas rondan la tristeza de un pedazo de esqueleto abandonado. Comí hasta el hartazgo y un eructo sonoro me denuncia.
Guillermo Berrones