domingo, 29 de noviembre de 2009

ALARDE DE MEDIO SIGLO

Mi amante tiene la edad de las violetas
y el aroma encendido de la parra
en la débil esperanza de un sol otoñal.

Disecó el torso helado de febrero,
cuatro días después de haber nacido, y parte en silencio,
como todas las amantes, antes de que termine el día.

Borró el destino inscrito
en la palma de mi mano
y el estigma de su inocencia es una maldita sumisión.

Inscribió su nombre en la última línea de su siglo,
cuando yo redactaba el epitafio
de un gallo de fuego moribundo.

Mi amante es la edad abandonada en el espejo
y el sino del desconcierto en los años
que todavía no llegan.

sábado, 21 de noviembre de 2009

DING DONG

Siempre que llama la infidelidad
la muerte responde
con un disparo de pistola.

EPISTOLAR

En el amor,
la vida
es una entrega inmediata.

ACCIDENTE

El tiempo le pasó encima:
tenía en el rostro la huella de los años
y una llanta atorada en la cintura.

"M" ANTES DE "P"

Cuando el tiempo llama a cuentas
la impotencia es la campeona
del humor y la desgracia.

CAÍDA LIBRE

Cayó la hoja de ciprés,
vencida por los sueños
resquebrajados de noviembre,
cuando todo parece tristemente gris.

VACÍO

Se asomó al balcón del octavo piso.
Vio al suicidio tejiendo
una red de mosaicos en la explanada
y se echó en sus brazos.

miércoles, 14 de octubre de 2009

CEGADO POR LOS CELOS

No hay luz. La vida es un silencio ausente de colores. Los ciegos son seres incompletos, vetados en el reino de las formas y de las texturas, de lo lejano y de lo próximo mas no de los sentimientos ni de las emociones que se anidan y arraigan en el misterio de la oscuridad. Viven el claustro de la imaginación. Los beneficia el desamparo y el abandono y mueren lentamente desangrándose en gotas de piedad inmerecidas. Salen diariamente dando tumbos y tropezando con la clemencia de los despistados que creen tenerlo todo. Una mano, un hombro o la frialdad de un bastón metálico los guía. A veces la denigrante fidelidad de un perro conduce los destinos de estos sobrevivientes hijos de la noche.

Todos los días veo a uno en el camino a mi trabajo. En Lázaro Cárdenas, por el rumbo de Mederos, un hombre imponente camina entre las filas de coches que esperan el cambio de luz en el semáforo. No tiene ojos. Sus párpados son cortinas de acero encarnadas y pide monedas en un vaso de plástico que le obsequió el candidato a diputado federal del PAN en ese distrito. El sudor ha ido borrando poco a poco la propaganda del vaso y las monedas son escasas, como si también la suerte del candidato lo abandonara. Lo acompaña una chica joven y guapa. Nunca he sabido si los une parentesco alguno. Me impresiona su condición, su discapacidad, me asusta el vacío de su mirada y el terror se apodera de mí porque cada vez requiero una mayor graduación en los lentes que uso desde hace un par de años. El ciego toca con los nudillos la ventanilla de los coches. Ella sólo sonríe y sus ojos verdes se iluminan en el intercambio de miradas con los conductores. El ciego agradece y bendice la bondad del que comparte su salario. A veces se les escucha conversar mientras deambulan junto a los vehículos. Y su rutina es diaria, jornalera.

El viernes los vi de nuevo. Frente a la ventanilla del coche, que estaba adelante del mío, se detuvieron. Extendió el vaso y el conductor depositó unas monedas sin dejar de ver a la chica de los ojos verdes. Ella sonrió sin pronunciar palabra alguna. Tampoco el conductor dijo nada. Mediaba el silencio entre ambos. Con parsimonia dejaba caer una a una las monedas, alargando la oportunidad de ver a la chica. Todo fue tan intempestivo como un relámpago. El ciego lanzó el contenido del vaso en la cara del conductor y con la mano, que sostenía el hombro de la chica, la empujó. Ella cayó en el pavimento y el ciego arremetió con su bastón la ventana y el parabrisas del coche de aquel pobre infeliz que se atrevió a mirar de frente y sonreír a la chica de los ojos verdes que lo acompañaba. Para fortuna del conductor cambió la luz del semáforo y todos arrancamos evadiendo los golpes que el ciego seguía dando al aire, chillando como desesperado un rosario de maldiciones e insultos. Por el retrovisor alcancé a ver a la chica que se reincorporaba y trataba de calmar los celos desbordados nacidos de la ceguera de su pareja.

Guillermo Berrones

martes, 6 de octubre de 2009

TIRO DE GRACIA

Tengo en la mano diez monedas que parecen de oro. Son de oro. Nunca en mi vida las había visto pero brillan como el resplandor de la corona del santísimo. Las colocó en mi palma el hombre viejo que está tirado a la vuelta de la iglesia. Descendió de un coche negro hoy por la mañana y lo mataron antes de subir nuevamente a su automóvil. Vino hasta mí con paso lento pero seguro, se lo veía contento, agradecido con la vida. Como suelen ser agradecidos quienes tienen esos coches de vidrios oscuros que no parecen tener conductor, como si se manejaran solos. Vestía un traje elegante y en la pulcritud de su cuello blanco desbordaban los pliegues de una piel abatida por la edad. Pensé que entraría a rezar. Muchas personas como él suelen hacerlo a esta hora en que no hay misa ni rosario y la iglesia se convierte en un auténtico lugar sagrado. Los atrae el silencio murmurante de las velas encendidas y la soledad de las imágenes abandonadas a su suerte. No me dijo nada. Yo acababa de sentarme en cuclillas después de estar un par de horas parado y el hueco de mi cachucha estaba vacío como mi estómago. Sentía hambre. Son tiempos malos. La caridad ha perdido su estado de gracia dejando de ser una virtud divina y los pordioseros, como yo, quedamos a expensas de la escasa fe que se desmorona en nuestros corazones de pedigüeños. Aquel hombre me entregó las diez monedas con una sonrisa tímida sin pronunciar una sola palabra. Se dio la media vuelta y al bajar los tres escalones que dan a la banqueta y a tres pasos de alcanzar su coche, se desataron truenos como si fuera a llover. El hombre se desplomó. Tenía muchos agujeros en su traje y el cuello blanco se empapó de rojo. Temblaba él. Temblaba yo, que no entendí lo que pasaba. Vino un hombre joven, rapado, y le dio el último disparo. El tiro de gracia. Apuntó con su pistola y del cañón salió una llamita entre roja y amarilla que desgajó la frente del que acababa de hacer una buena acción conmigo. Luego subió corriendo a una camioneta y se fue con otros que desde ahí habían disparado también. Yo ya no podía levantarme. Estaba entumido por el miedo. Agarré fuerte estas monedas que ahora brillan en mi mano y me vina a la fuente. Allí se quedó la gente arremolinada y los policías y el padre Eduardo que salió también asustado.
Guillermo Berrones

LA PUERTA

La línea dominante de su mirada te obliga a esconderte entre las barras verticales de la estadística del mes que debes entregar mañana. Entonces te llama y te pide que por favor apagues uno de los focos del pasillo y que no olvides cerrar la llave del tinaco. El sermón del ahorro de energía eléctrica le brota hostil de entre sus dientes postizos. Vuelves a tus hojas llenas de parábolas y campanas de Gauss. La ves pasar a tu lado arrastrando sus años perpetuos. El tiempo se le quedó encorvado en su espalda. El hedor del baño traga su figura bestial a donde entra sin dejar de rumiar. Regresa triunfante cargando una bacinica esmaltada con el sarro amarillento y viejo de la orina.

Se despide amenazadoramente con un hasta mañana y sonríe burlona con la certeza de que al amanecer seguir viva para fastidiarte. El tormento continuará. Dormir es sólo una tregua nocturna que se ha de romper con el nuevo día. Mañana continuarás jugando el papel que te corresponde. Te llega el sonido de la lluvia de orines sobre la “nica”. El olor enciende los recuerdos escondidos de tu infancia cuando la veías bañarse.

Se encierra en la fortaleza de su recámara y el silencio se vuelve tu acompañante. Te sientes tentado a volver al ritual de tus noches secretas. La cerradura se transforma en cíclope voyeur. Te perturba y te angustia y eso te brinda más placer. La desnudez anciana y pellejuda se abre a tu confianza. San Judas Tadeo es lapidado por el privilegio de un par de pechos despuntados y señalando al suelo.

Un monólogo susurrante pide y agradece al mismo tiempo. Pactan para un nuevo día y San Judas vuelve a colgarse, después de un beso, en el clavo de la pared que da hacia el norte. Los gatos han iniciado sus cochinos juegos en las bardas y en la azotea. Te llegan sus lamentos pasionales. Vuelves a estremecerte. El ojo sigue lacerando la chapa en busca de un ángulo con una mejor imagen. Tus piernas flaquean al llegar al origen de la vida donde convergen los pilares avejentados y la selva de su pubis se vuelve como el color de los chopos en invierno. El telón que cierra la escena es una bata de bolitas negras cubriendo su cuerpo. La luz se apaga. Concluye la puesta de un acto hecha especialmente para ti.

Los destellos bañan tu mirada y regresas campante a la estadística. El cristal de la mesa te refleja como espejo. Tú eres ella a su imagen y semejanza. La odias de día y la amas de noche. Nadas en la dualidad perversa de tu propio juego. Está ahí, en su recámara, aguardando a que amanezca para dominarte de nuevo.

La amas y la odias. Tras la puerta la miras en su hermosa vejez. Te pertenece aunque San Judas se interponga noche a noche. Te asustas y corres al lavabo para enjuagar el pecado de tu cara. El espejo repite las imágenes ahora bañadas en llanto, ahora bañadas en sangre. Sangre que emana de una mirada vacía. De unas cuencas convertidas en fuente de lágrimas rojas.

martes, 29 de septiembre de 2009

UÑAS ROTAS

Esperé la quietud de la noche. Agazapado en la oscuridad incógnita y siniestra de la calle. Incrédulo y desconcertado desatinaba en el intento por tratar de ordenar las imágenes en mi cabeza adolorida. Burbujas de colores aturdiendo mis sentidos con su incesante concierto de blop dop. Los edificios invertidos. La luna rota. El cielo negro y sin estrellas. Lúgubre. Mi cuerpo tirado sobre la banqueta. La mejilla derecha batida en un charco acuoso y cálido. Mi nariz percibe la herrumbre de mi fracaso. Huelo la porquería del mundo. Me siento. Embarro mi espalda contra la pared. Un frío escrotal me sacude. El mundo se endereza recuperando la verticalidad. La calle desierta duerme plácidamente y los grillos sisean mis lamentos.
Todo estaba bien planeado. La calle. La esquina. El rincón. La noche. La víctima. Yo y el golpe. El golpe seco. Certero. Luego correr en busca de Laura. Abrazarla y mostrarle mi triunfo. Su deseo. La suerte escurre nuevamente del hueco de mis manos. Se retuerce mi estómago. La rutina, las deudas y los recibos borran la alegría de su cumpleaños. Habrá que empezar de nuevo. Una sonora carcajada abandonó el dolor. Las paredes solitarias rieron contagiadas. Erguí mi cuerpo de hojalata y caminé convencido que mañana lo lograría. Huyo de la traición de la noche. Abrazo a Laura. Siento la tibieza de sus pechos y me enredo a su ternura.

domingo, 27 de septiembre de 2009

LA TÍA CLEOFAS Y EL MAR

La tía Cleofas vivió toda la vida en San Juan de los Hervores y su gran ilusión fue conocer el mar. Después de la muerte de tío Nazario, un día tomó todo el dinerito ahorrado y empacó para hacer el viaje tan anhelado de su vida. Llegó a la playa de Miramar casi al amanecer y se fue directo a ver el agua que se tendía como una inmensa raya azul por todo el horizonte. Sus ojos comenzaron a llorar de la emoción y los cerró para escuchar el murmullo de aquella vastedad de agua que sólo oyó en un caracol que alguien le llevó para adornar la ventana de la cocina. En el palmar cantan las aves. El viento suave parece silbar. Después de unas horas de ver la intensidad azul de cielo y mar, sintió el estómago vacío. Caminó por la playa buscando un lugar donde comer, una fonda, un restaurante o algún estanquillo para adquirir aunque fuera una bolsa de papas fritas. Está cansada y siente que no debe ir sola. Pero no hay nadie que la acompañe. Entonces recuerda al tío Nazario, su esposo muerto, a quien le habría gustado vivir en este lugar iluminado por el sol. Por fin encuentra un lugar. Una casucha de madera junto al malecón. Alcanza la puerta después de subir tres escalones desvencijados. No hay clientes. Sólo está el dueño que luce una camiseta floreada y tiene un revólver en la cintura. La tía Cleofas lo mira desconfiada y luego de pagar sale asustada. Quiere regresar a su pacífico pueblo de San Juan de los Hervores. Este lugar no es seguro, piensa. Si la gente está armada, entonces no es de fiar. La reflexión le dio un vuelco. Hay que hacerle caso al corazón, pensó. Empacó y compró el boleto de regreso. No duró ni un día su visita al mar.

miércoles, 23 de septiembre de 2009

POR TU CULPA, MUJER, POR TU CULPA

Ayer hice el amor sin que estuvieras tú. No, miento, tuve una faena de perversión en la cama del cuarto 107 del Hotel Begonia con una mujer que tampoco eras tú. La encontré en la calle, caminaba desesperada y enojada por algo que me contó con lujo de detalle, pero no le puse atención, aunque sonreía con algunos desplantes fanfarrones de su femenina figura y contesté con incoherencias algunas preguntas que me hizo como queriendo reafirmar la actitud que tomó frente al estúpido de su novio a quien acababa de mandar al infierno por cabrón y machista. Engañarla con la mejor de sus amigas parecía ser el delito. Como si fuera la historia de una canción de Arjona o el más vil de los argumentos telenoveleros, decidió vengarse con el primero que se cruzara en su camino. Y ahí estaba Yo, esperando la luz del semáforo que está a la entrada de esa tienda extranjera que ha venido a hundir a los ya prehistóricos tendajos y estanquillos sepultados en la memoria de los cincuentones. Pensaba en los embates letales de la globalización cuando la silueta de Ivana cruzó a grandes zancadas las líneas amarillas de la zona peatonal. Unas piernas largas y firmes y una faldita próxima al vértice del vórtice que obliga a bisquear los ojos cuando un hombre ve esas dimensiones de mujer. De poco busto, pero suficiente para ser halagado por la degenerada lengua de caracol del más perverso habitante del planeta. Bien pudo haber sido el quinto elemento en la foto clásica de Los Beatles cruzando Abbey Road el 9 de agosto de 1969. Estas cosas no las dice la cordura, obviamente, las dicta un malévolo sentimiento de venganza, una fuerza letal que tiene su origen en las entrañas, malas por cierto, del que se quedó esperando que llegaras como todos los sábados de gloria sabiendo que la gloria eres tú. Esperé cuarenta minutos, te llamé y solo el eco de la operadora taladraba el tímpano de mi peluda oreja con su sonsonete: “el teléfono que usted marcó no está disponible…” y yo sudando porque la temperatura ambiente bastaba para evitar una liposucción urgente después de cinco décadas y ochenta y dos kilillos de sedentaria vida tragando chicharrones y tacos grasientos en las cuatro esquinas de esta ciudad. Sudado de los sobacos y del culo desistí de la espera cuando ya la guerra estaba declarada sordamente contra tu ausencia y falta de consideración. Mi peugeotito gris sin clima, todo cochino por la brisa de lodo que las desganadas lluvias de estos días generan en las calles, antes secas y polvosas, con su rítmico ronroneo porque los soportes del motor están sueltos y en la agencia valen un mundo de dinero que no tengo. A punto del colapso, la luz no cambia y la espera comienza a desatar los escasos lazos de cordura que me quedan. Entonces apareció el angelito de piernas largas y zapatos Andrea. Me volvió el alma al cuerpo y la testosterona agitó los pliegues inguinales todavía más sudados que las partes antes descritas. Ahí voy yo de lanzado aplastando intempestivo la única parte útil de mi carrito: el pito. Ivana se congela asustada. Me mira. Sonrío. Sonríe. Y la calabaza ni tacha tuvo. Toda la fuerza del lenguaje corporal en juego. Para mi suerte vino hasta la portezuela y antes de que la luz roja volviera a aparecer, ya estábamos cruzando la calle y entrando al más cercano de los refugios pecatoriales. ¿Cómo te llamas? Ivana. ¿Cómo te llamas tú? Gumersindo, pero puedes llamarme Gume. Quería escucharla en mis orejas igual que tú cuando me dices ¡ahí, Gume, ahí! Y después pasó todo eso que siempre sucede y se dice mientras te encaminas el deshuesadero de las tentaciones carnales. Ivana fue otro rollo, incomparable mujer. Y yo soñado con el regalito. Al salir ya estaba oscuro. Insistí en llevarla a su casa pero no aceptó. Prefirió que la dejara en la estación del Golfo. Todavía la admiré lascivo mientras subía las escaleras de la estación. Entonces quise llamarte nada más para confirmar que no deseabas contestarme aquella tarde que era tuya y que finalmente fue mía. Me llevé la mano a la cintura y… ¿cuál celular? Me asaltó una sospecha palpitante y en automático mi mano se dirigió vertiginosa hasta mi nalga derecha… ¿cuál cartera? Todavía más sudoroso, que un afiebrado enfermo de influenza porcina, detuve mi peugeotito bajo los arbolotes de Calzada y Álvaro Obregón a llorar mi noche triste. ¿Ves lo que ocasionan tus ausencias? Si tan sólo hubieras ido a nuestra cita.
Guillermo Berrones

miércoles, 16 de septiembre de 2009

HECES DEL INSOMNIO

Este libro en tus manos pierde su esencia de objeto. Bajo la verde claridad de tu mirada, las palabras mienten en la tersura de las páginas impresas. El papel retiene, aprisiona el dolor y la melancolía del aguador de fiestas, el bohemio que encontró un pretexto para aturdirte llenando de imágenes obtusas el silencio de tu mediatarde, del exilio voluntario que te impusiste en la azotea donde sólo se escucha el taladro de los pájaros carpinteros perforando los postes de luz. El autor escribió desde el silencio de un país lejano, bajo la medrosa llovizna de invierno o quizás en el esplendor tropical de la costa centroamericana y dictó la sentencia de tu destino. Pudiste haber tomado otro libro del estante. No deseabas leer. Si acaso, buscabas la textura de las hojas y el empastado firme que te permitiera ahuyentar la soledad. Y te topaste con palabras engarzadas que sedujeron tu atención. Palabras. Palabras. Palabras. Escaparon de una boca en el estupor afiebrado de un poeta y deliran ante ti en el machacoso ritmo de una gota que cae y se rompe. Astillas cristalinas de una metáfora que Dios dejó en el abandono y el diablo del poeta satiriza para vengarse del estúpido momento que padeces. No se hunde el barco de papel con el peso de un poema. Los adjetivos punzan en la chocantería asonante de un verso pareado. Huele a traición de merolico, de poeta puto en concurso de juegos florales. Flotan las eses del insomnio antes de asestar el intrépido tajo a tu razón vencida. Están heridos tus ojos. Se ha roto el dique de la mesura y mana la sangre desbordada de una lágrima que cae y se incrusta en las páginas impresas del poemario. Tiemblan tus manos y la voz del bardo te abandona también. No padezcas. Levántate y anda. Abre la ventana y deja entrar el viento.

martes, 8 de septiembre de 2009

LA CUERDA DE SI

Riquelme viaja en el vagón del metro de las nueve menos diez. Ya es tarde y con este retardo no alcanzará el premio de puntualidad del mes. Tiene sueño y bosteza desinhibidamente frente a la chica del pelo húmedo que acaba de maquillar su rostro viéndose en un espejito redondo. Está cansado porque lo desveló la música de un vecino que anoche celebró el cumpleaños de su mujer, acompañado de un par de amigos de su oficina, quienes asaron carne y cantaron Morenita mía, Lágrimas negras, Bésame mucho y otras melodías que ellos mismos llamaban de rondalla porque todos las podían cantar. El que tocaba la guitarra de pronto interrumpía las interpretaciones con el estribillo de una chusca canción del viejo Paulino: ¡se están robando el marrano! Lo que desataba el estruendo de sus carcajadas en todo el vecindario.
A la una de la mañana, Riquelme se convenció que la pachanga iba para rato. Una hora antes había apagado su pantalla de LCD, pero no podía dormir. Su mujer le dijo, como entre sueños, que cerrara la ventana y encendiera el minisplit. Cuando movía las cortinas para cerrar la ventana de su recámara en el segundo piso pudo ver la escena. El vecino estaba despatarrado en su mecedora de palmito hundido en un profundo sueño. Conservaba en la mano una cerveza oscura entre su muslo derecho y el borde de la codera de la mecedora de palmito. La borrachera de su esposa tenía tintes de una ebriedad desparpajada y seductora. Bailaba con el amigo del vecino mientras el segundo amigo, un guitarrero prieto y barrigón de uñas largas, tocaba Guantanamera. En el rincón del patio los rescoldos de las brasas se convertían en ceniza y un par de trozos de carne sobre la parrilla perecían carbonizados.
Cómo puede ser tan estúpido el vecino, se decía a sí mismo Riquelme, indignado por la escena. Pensó en llamarle por teléfono para despertarlo, prevenirlo de una vergüenza mayor que se gestaba en la traición de sus, dizque, amigos y en la evidente calentura de Esthela. Murmuró su nombre con rencor: Esthela, quién lo diría, tan seriecita enfermera del Seguro Social. Siempre limpia, de blanco desde los pies hasta la cofia se la veía saludar amable cada mañana que iba rumbo a la clínica Cuatro de Guadalupe; y mírala ahora, con esos “chores” tan ajustados bailando pegada al cuerpo de ese idiota infeliz que abusa de la confianza que la dio su amigo al invitarlo a celebrar el cumpleaños de su esposa. Le abrió la puerta de su casa y el tipo abre el corazón y la blusa de su esposa.
Bebieron toda la tarde y ahora Esthela se desnuda sensual y le muestra el trasero a su pareja de baile. El uniforme disimula muy bien los atributos de su vecina, pensó Riquelme desde su centro de observación. Mira nomás, se dijo a sí mismo relamiéndose con envidia y rencor. El músico canta: por esas calles de Tamalameque, dicen que sale una llorona loca… y Esthelita se retuerce para despojarse del “bra”. Hay risas, pero el vecino sigue hundido en la profundidad del sueño. Luego cae el short azul y mueve las caderas con el hilito amarillo de su tanga ahogado entre las nalgas, en cuyo borde superior, como queriendo evitar la asfixia, la etiqueta de aquella prenda es una banderilla al aire de libertad de su dueña. Riquelme está indignado, encabronado, se corrige a sí mismo, cómo es posible tanta sinvergüenzada de Esthelita, piensa, mientras experimenta una incómoda excitación en la entrepierna. Pero no despierta a su mujer para desquitarse. Sigue observando el cuadro, oculto de las miradas, para saber en qué acabará todo aquello. El vecino ahora evidentemente ronca, se alcanza a escuchar el ritmo de su garganta aprisionada entre el cuello y su clavícula. Babea y Riquelme le grita en su pensamiento ¡baboso! El guitarrista no para de tocar ni de beber. Ambienta. Ya se enojó mi mujer/ porque colgué la guitarra/ ayer se acostó muy brava/ porque yo no la tocaba… ¡Pling! Se ha roto la segunda cuerda. La cuerda de Si, en el momento en que Esthelita se recargaba en el lavadero de granito gris aplastada por el grandulón peludo, ya descamisado, que se aprestaba a despojar del último bridón que sostenía el decoro de la esposa del vecino, la tanga amarilla. La cuerda de Si detuvo la magia del ritual. Se congeló la escena. Los protagonistas volvieron la mirada a la ventana abierta de Riquelme, como si desde allá viniera la maldición que terminó con la pobre cuerda del guitarrero. Sintiéndose sorprendido, Riquelme dejó caer la cortina y se echó rápido en la cama, junto a su mujer. El guitarrero intentó torpemente reparar su instrumento, pero antes volvió a servirse una cerveza más. El vecino cambió de posición para seguir durmiendo. Y Esthelita, completamente encuerada, entró a su casa con el amigo de su esposo para acabar lo empezado, pero ya sin música de fondo. Esto ya no lo vio Riquelme, lo supuso, lo imaginó mientras abrazaba a su mujer. Ya eran las cuatro y media, apenas tenía una hora para dormir.
Guillermo Berrones

miércoles, 2 de septiembre de 2009

SONATA VOYEUR

La melancolía de un violín armoniza la pertinaz sonatina de la lluvia. Su música llega en oleadas que envuelven, desde la casa de ventanas oxidadas, y yo imagino que lo toca una mujer. Lo presiento mientras espero que vengas. Al poco rato llegas hasta esa esquina de la plaza solitaria donde hay una frontera de zarzos, crespones y bugambilias amarillas. Estacionas tu coche y vienes corriendo, mojada por la lluvia, hasta mi camioneta. Un riachuelo baja desde la montaña haciendo cauce junto a la banqueta. Sonoro y murmurante, completa la obertura. Es un paraje hermoso de noviembre. Termina la civilización y los álamos son un refugio temporal para las monarcas viajeras que se cuelgan de las ramas en racimos palpitantes. Alguna vez exploramos también ese bosquecillo de arbustos y nos desnudamos a la luz de una tarde otoñal. Y te regalé un guijarro de color ocre, como el enamorado que extiende las arras en las manos de la novia frente al altar. Hicimos el amor con la bestialidad primitiva del instinto y en el horizonte la ciudad guardaba el orden y el decoro de su tradición centenaria. Tus zapatos negros se mancharon de barro. Nos envolvió el aroma silvestre de la malva. Había un cielo gris y regresamos purificados a caminar por los senderos de esta misma plaza donde los pájaros hacen de la tarde una algarabía bizarra. Oscurece y nuevamente hacemos el amor sin importarnos los riesgos de este atrevimiento. Ahora bajo la sinfonía de la lluvia y un violín triste y melancólico. Los vidrios se opacaron con la tibieza del aliento y tú has quedado recostada, apacible y temblorosa, sobre mi hombro izquierdo. El violín sigue desgarrando notas y la lluvia le acompaña en su monótono contraste. Con el dorso de mi mano limpio el vaho. En la penumbra de la ventana oxidada que da frente a nosotros, la silueta de una mujer desnuda se mueve, cadenciosa y mansamente, mientras toca el violín.

sábado, 29 de agosto de 2009

PERLA


Perla entra al “Mesón de la abundancia” y nadie la molesta. Una canasta con membrillos seduce su mirada y va hasta ella para tomar uno y sale corriendo. Los comensales sonríen. Cruza la calle empedrada que huele a lluvia y se detiene frente a un letrero donde se anuncian “micheladas” y “cheladas” bien frías. Recorre el diseño de las letras con sus dedos morenos. Ha salido de nuevo el sol y su vestido largo es un destello de alegría. La sigo con la mirada y ella sabe que la veo. Sonríe. Sus ojos revelan una inocente picardía y vuelve a correr hasta llegar a “La esquina chata” de donde más tarde sale con una rebanada de tarta italiana. Vuelve hacia mí sonriente y entonces apunto el lente de mi cámara para tomarla. Ágilmente salta y se esconde en la tienda de abarrotes. Sale de nuevo, se acomoda su paliacate amarillo en la cabeza y yo apunto a mi objetivo, que ya para entonces me ha cautivado su traviesa figura. Da un giro intempestivo cuando disparo y la imagen es un manchón de colores en movimiento. Pero sigue corriendo hacia mí burlándose pícaramente y a cada flashazo evade con gracia mis intentos. Entonces le suplico: “déjame robarte una foto”. Ella se planta frente a mí y me dice: “bueno, pero si me das cinco pesos”. Acepté el trato y entonces se quedó quieta y sonriente. No fue una, fueron diez tomas que aceptó de buena gana. Y no fueron cinco pesos, fueron veinte y una memorable conversación con Perla, hija de huicholes artesanos que decidieron establecerse en Real de catorce para que pueda ir a la escuela porque en su comunidad indígena (en la sierra de Nayarit) las escuelas quedan muy lejos, a más de tres horas de camino, y no siempre van los maestros, dice su padre, quien se llama Marciano. Su madre vende pulseras, collares, gargantillas y figuras multicolores de gran trabajo artesanal sobre una mesita en contraesquina del “Mesón de la abundancia”. A esta altura de las montañas del altiplano potosino, el desierto no ofrece muchas opciones. El sol dora la piel y el cielo es tan azul bajo el amparo de San Francisco de Asís. En este ambiente Perla experimentará su primer año escolar. Ojalá esa chiquilla no pierda el encanto de su naturaleza indígena ni su lengua.

ÁNGELA ASUNCIÓN

La seducción del puente radica en esa sensación levitante que genera la libertad del aire. No hay barreras. El viento es una caricia macabra que besa las mejillas, abomba un poco la blusa al meterse entre las empuñaduras de las mangas, el cuello y los espacios entre los botones. Invade. Empuja un poco venciendo la escasa resistencia de la suicida. Abajo serpentea un río contaminado y los árboles sobreviven a la polución. Los carriles de otras vías exhiben su geometría retorcida de accesos, descensos y ascensos. Una imagen intrincada de destinos y rutas. Más allá está el horizonte ensombrecido por los celajes matutinos del invierno. Un pobre sol asoma tímido, como negándose a salir, a atestiguar el acto de inmolación de una joven mujer. Detrás los vehículos pasan en estampida y la ciudad deja las sombras de la noche apagando sus luces mercuriales para dar paso a un nuevo día. El memorable día de Ángela Asunción que contestó amable el saludo de un ciclista, que pasaba junto a ella, antes de lanzarse al vacío y volar hacia el cielo.

martes, 4 de agosto de 2009

ALMA

A la pobre luz de un foco de cuarenta wattts, en esta celda, escribo y confieso mi delito. La busqué cegado por la fe y no encontré nada, sólo tripas, sangre y órganos tibios. Descendió del metro en estación Anaya y la seguí bajo las sombras mortecinas de las bodegas y fábricas de esta ciudad envejecida y herrumbrosa. Tenía cierta belleza divina, rodeada de un aura celestial que la hacía resplandecer en el invierno gris de enero.
En el portón desvencijado de un taller automotriz, me lancé sobre ella con la sagacidad de un felino atrapando a su presa. Apreté el cuello y le tapé la boca con mi mano derecha. Al cabo de un minuto sentí el peso muerto de su cuerpo. La arrastré hacia el interior y en el asiento trasero de un Falcon 69 comencé a desvestirla. Respiraba bajito, como retomando vida. Até sus extremidades y amordacé su boca, pero ella seguía acalambrada por el terror y el frío. Tenía la mirada triste y moribunda. Mi navaja trazó una línea recta desde el cuello hasta el nacimiento de su sexo. La sangre olía a fierro oxidado y brillaba sobre la blanca piel de aquella mujer en la que esperaba resolver un misterio divino. Estuve atento y no logré ver que escapara nada, sólo sangre y un hedor insoportable. Busqué. Removí sus órganos palpitantes. Sentí el último latido de su corazón y descubrí su falsedad, Padre Gómez; no es cierto lo que nos dice en el seminario. Ya basta de mentiras piadosas y de tanto sermón alucinante. Los humanos no tenemos alma, sólo sangre y un estúpido corazón que apesta.

sábado, 11 de julio de 2009

DRAGÓN DE KOMODO

Ya no me pertenece esa lata de sardinas. Ni siquiera recuerdo si era mía, la robé o un buen samaritano, que descubrió en mis ojos la hambruna empedernida, me la entregó para saciar el apetito acumulado en la romería de los apátridas urbanos. Había ahí, también, una sirena entomatada. Lo pensé dos veces antes de engullirla. El hambre es capaz de volverte criminal. Pero yo no la maté. Ya estaba allí. Entera. Pequeña. Pero entera, acomodada entre dos lánguidas sardinas plateadas. Cerré los ojos y con la punta de los dedos la alce frente a mi boca para dejarla caer en mis fauces de dragón de Komodo. No la mastiqué para evitar lastimarla. La tragué como el pecador que comulga en domingo de pascua. Solo ha quedado el olor acre en el desconsuelo de la tapa enrollada y en las comisuras de mis labios. Las moscas rondan la tristeza de un pedazo de esqueleto abandonado. Comí hasta el hartazgo y un eructo sonoro me denuncia.

Guillermo Berrones