martes, 6 de octubre de 2009

TIRO DE GRACIA

Tengo en la mano diez monedas que parecen de oro. Son de oro. Nunca en mi vida las había visto pero brillan como el resplandor de la corona del santísimo. Las colocó en mi palma el hombre viejo que está tirado a la vuelta de la iglesia. Descendió de un coche negro hoy por la mañana y lo mataron antes de subir nuevamente a su automóvil. Vino hasta mí con paso lento pero seguro, se lo veía contento, agradecido con la vida. Como suelen ser agradecidos quienes tienen esos coches de vidrios oscuros que no parecen tener conductor, como si se manejaran solos. Vestía un traje elegante y en la pulcritud de su cuello blanco desbordaban los pliegues de una piel abatida por la edad. Pensé que entraría a rezar. Muchas personas como él suelen hacerlo a esta hora en que no hay misa ni rosario y la iglesia se convierte en un auténtico lugar sagrado. Los atrae el silencio murmurante de las velas encendidas y la soledad de las imágenes abandonadas a su suerte. No me dijo nada. Yo acababa de sentarme en cuclillas después de estar un par de horas parado y el hueco de mi cachucha estaba vacío como mi estómago. Sentía hambre. Son tiempos malos. La caridad ha perdido su estado de gracia dejando de ser una virtud divina y los pordioseros, como yo, quedamos a expensas de la escasa fe que se desmorona en nuestros corazones de pedigüeños. Aquel hombre me entregó las diez monedas con una sonrisa tímida sin pronunciar una sola palabra. Se dio la media vuelta y al bajar los tres escalones que dan a la banqueta y a tres pasos de alcanzar su coche, se desataron truenos como si fuera a llover. El hombre se desplomó. Tenía muchos agujeros en su traje y el cuello blanco se empapó de rojo. Temblaba él. Temblaba yo, que no entendí lo que pasaba. Vino un hombre joven, rapado, y le dio el último disparo. El tiro de gracia. Apuntó con su pistola y del cañón salió una llamita entre roja y amarilla que desgajó la frente del que acababa de hacer una buena acción conmigo. Luego subió corriendo a una camioneta y se fue con otros que desde ahí habían disparado también. Yo ya no podía levantarme. Estaba entumido por el miedo. Agarré fuerte estas monedas que ahora brillan en mi mano y me vina a la fuente. Allí se quedó la gente arremolinada y los policías y el padre Eduardo que salió también asustado.
Guillermo Berrones

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