martes, 8 de septiembre de 2009

LA CUERDA DE SI

Riquelme viaja en el vagón del metro de las nueve menos diez. Ya es tarde y con este retardo no alcanzará el premio de puntualidad del mes. Tiene sueño y bosteza desinhibidamente frente a la chica del pelo húmedo que acaba de maquillar su rostro viéndose en un espejito redondo. Está cansado porque lo desveló la música de un vecino que anoche celebró el cumpleaños de su mujer, acompañado de un par de amigos de su oficina, quienes asaron carne y cantaron Morenita mía, Lágrimas negras, Bésame mucho y otras melodías que ellos mismos llamaban de rondalla porque todos las podían cantar. El que tocaba la guitarra de pronto interrumpía las interpretaciones con el estribillo de una chusca canción del viejo Paulino: ¡se están robando el marrano! Lo que desataba el estruendo de sus carcajadas en todo el vecindario.
A la una de la mañana, Riquelme se convenció que la pachanga iba para rato. Una hora antes había apagado su pantalla de LCD, pero no podía dormir. Su mujer le dijo, como entre sueños, que cerrara la ventana y encendiera el minisplit. Cuando movía las cortinas para cerrar la ventana de su recámara en el segundo piso pudo ver la escena. El vecino estaba despatarrado en su mecedora de palmito hundido en un profundo sueño. Conservaba en la mano una cerveza oscura entre su muslo derecho y el borde de la codera de la mecedora de palmito. La borrachera de su esposa tenía tintes de una ebriedad desparpajada y seductora. Bailaba con el amigo del vecino mientras el segundo amigo, un guitarrero prieto y barrigón de uñas largas, tocaba Guantanamera. En el rincón del patio los rescoldos de las brasas se convertían en ceniza y un par de trozos de carne sobre la parrilla perecían carbonizados.
Cómo puede ser tan estúpido el vecino, se decía a sí mismo Riquelme, indignado por la escena. Pensó en llamarle por teléfono para despertarlo, prevenirlo de una vergüenza mayor que se gestaba en la traición de sus, dizque, amigos y en la evidente calentura de Esthela. Murmuró su nombre con rencor: Esthela, quién lo diría, tan seriecita enfermera del Seguro Social. Siempre limpia, de blanco desde los pies hasta la cofia se la veía saludar amable cada mañana que iba rumbo a la clínica Cuatro de Guadalupe; y mírala ahora, con esos “chores” tan ajustados bailando pegada al cuerpo de ese idiota infeliz que abusa de la confianza que la dio su amigo al invitarlo a celebrar el cumpleaños de su esposa. Le abrió la puerta de su casa y el tipo abre el corazón y la blusa de su esposa.
Bebieron toda la tarde y ahora Esthela se desnuda sensual y le muestra el trasero a su pareja de baile. El uniforme disimula muy bien los atributos de su vecina, pensó Riquelme desde su centro de observación. Mira nomás, se dijo a sí mismo relamiéndose con envidia y rencor. El músico canta: por esas calles de Tamalameque, dicen que sale una llorona loca… y Esthelita se retuerce para despojarse del “bra”. Hay risas, pero el vecino sigue hundido en la profundidad del sueño. Luego cae el short azul y mueve las caderas con el hilito amarillo de su tanga ahogado entre las nalgas, en cuyo borde superior, como queriendo evitar la asfixia, la etiqueta de aquella prenda es una banderilla al aire de libertad de su dueña. Riquelme está indignado, encabronado, se corrige a sí mismo, cómo es posible tanta sinvergüenzada de Esthelita, piensa, mientras experimenta una incómoda excitación en la entrepierna. Pero no despierta a su mujer para desquitarse. Sigue observando el cuadro, oculto de las miradas, para saber en qué acabará todo aquello. El vecino ahora evidentemente ronca, se alcanza a escuchar el ritmo de su garganta aprisionada entre el cuello y su clavícula. Babea y Riquelme le grita en su pensamiento ¡baboso! El guitarrista no para de tocar ni de beber. Ambienta. Ya se enojó mi mujer/ porque colgué la guitarra/ ayer se acostó muy brava/ porque yo no la tocaba… ¡Pling! Se ha roto la segunda cuerda. La cuerda de Si, en el momento en que Esthelita se recargaba en el lavadero de granito gris aplastada por el grandulón peludo, ya descamisado, que se aprestaba a despojar del último bridón que sostenía el decoro de la esposa del vecino, la tanga amarilla. La cuerda de Si detuvo la magia del ritual. Se congeló la escena. Los protagonistas volvieron la mirada a la ventana abierta de Riquelme, como si desde allá viniera la maldición que terminó con la pobre cuerda del guitarrero. Sintiéndose sorprendido, Riquelme dejó caer la cortina y se echó rápido en la cama, junto a su mujer. El guitarrero intentó torpemente reparar su instrumento, pero antes volvió a servirse una cerveza más. El vecino cambió de posición para seguir durmiendo. Y Esthelita, completamente encuerada, entró a su casa con el amigo de su esposo para acabar lo empezado, pero ya sin música de fondo. Esto ya no lo vio Riquelme, lo supuso, lo imaginó mientras abrazaba a su mujer. Ya eran las cuatro y media, apenas tenía una hora para dormir.
Guillermo Berrones

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