miércoles, 23 de septiembre de 2009

POR TU CULPA, MUJER, POR TU CULPA

Ayer hice el amor sin que estuvieras tú. No, miento, tuve una faena de perversión en la cama del cuarto 107 del Hotel Begonia con una mujer que tampoco eras tú. La encontré en la calle, caminaba desesperada y enojada por algo que me contó con lujo de detalle, pero no le puse atención, aunque sonreía con algunos desplantes fanfarrones de su femenina figura y contesté con incoherencias algunas preguntas que me hizo como queriendo reafirmar la actitud que tomó frente al estúpido de su novio a quien acababa de mandar al infierno por cabrón y machista. Engañarla con la mejor de sus amigas parecía ser el delito. Como si fuera la historia de una canción de Arjona o el más vil de los argumentos telenoveleros, decidió vengarse con el primero que se cruzara en su camino. Y ahí estaba Yo, esperando la luz del semáforo que está a la entrada de esa tienda extranjera que ha venido a hundir a los ya prehistóricos tendajos y estanquillos sepultados en la memoria de los cincuentones. Pensaba en los embates letales de la globalización cuando la silueta de Ivana cruzó a grandes zancadas las líneas amarillas de la zona peatonal. Unas piernas largas y firmes y una faldita próxima al vértice del vórtice que obliga a bisquear los ojos cuando un hombre ve esas dimensiones de mujer. De poco busto, pero suficiente para ser halagado por la degenerada lengua de caracol del más perverso habitante del planeta. Bien pudo haber sido el quinto elemento en la foto clásica de Los Beatles cruzando Abbey Road el 9 de agosto de 1969. Estas cosas no las dice la cordura, obviamente, las dicta un malévolo sentimiento de venganza, una fuerza letal que tiene su origen en las entrañas, malas por cierto, del que se quedó esperando que llegaras como todos los sábados de gloria sabiendo que la gloria eres tú. Esperé cuarenta minutos, te llamé y solo el eco de la operadora taladraba el tímpano de mi peluda oreja con su sonsonete: “el teléfono que usted marcó no está disponible…” y yo sudando porque la temperatura ambiente bastaba para evitar una liposucción urgente después de cinco décadas y ochenta y dos kilillos de sedentaria vida tragando chicharrones y tacos grasientos en las cuatro esquinas de esta ciudad. Sudado de los sobacos y del culo desistí de la espera cuando ya la guerra estaba declarada sordamente contra tu ausencia y falta de consideración. Mi peugeotito gris sin clima, todo cochino por la brisa de lodo que las desganadas lluvias de estos días generan en las calles, antes secas y polvosas, con su rítmico ronroneo porque los soportes del motor están sueltos y en la agencia valen un mundo de dinero que no tengo. A punto del colapso, la luz no cambia y la espera comienza a desatar los escasos lazos de cordura que me quedan. Entonces apareció el angelito de piernas largas y zapatos Andrea. Me volvió el alma al cuerpo y la testosterona agitó los pliegues inguinales todavía más sudados que las partes antes descritas. Ahí voy yo de lanzado aplastando intempestivo la única parte útil de mi carrito: el pito. Ivana se congela asustada. Me mira. Sonrío. Sonríe. Y la calabaza ni tacha tuvo. Toda la fuerza del lenguaje corporal en juego. Para mi suerte vino hasta la portezuela y antes de que la luz roja volviera a aparecer, ya estábamos cruzando la calle y entrando al más cercano de los refugios pecatoriales. ¿Cómo te llamas? Ivana. ¿Cómo te llamas tú? Gumersindo, pero puedes llamarme Gume. Quería escucharla en mis orejas igual que tú cuando me dices ¡ahí, Gume, ahí! Y después pasó todo eso que siempre sucede y se dice mientras te encaminas el deshuesadero de las tentaciones carnales. Ivana fue otro rollo, incomparable mujer. Y yo soñado con el regalito. Al salir ya estaba oscuro. Insistí en llevarla a su casa pero no aceptó. Prefirió que la dejara en la estación del Golfo. Todavía la admiré lascivo mientras subía las escaleras de la estación. Entonces quise llamarte nada más para confirmar que no deseabas contestarme aquella tarde que era tuya y que finalmente fue mía. Me llevé la mano a la cintura y… ¿cuál celular? Me asaltó una sospecha palpitante y en automático mi mano se dirigió vertiginosa hasta mi nalga derecha… ¿cuál cartera? Todavía más sudoroso, que un afiebrado enfermo de influenza porcina, detuve mi peugeotito bajo los arbolotes de Calzada y Álvaro Obregón a llorar mi noche triste. ¿Ves lo que ocasionan tus ausencias? Si tan sólo hubieras ido a nuestra cita.
Guillermo Berrones

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